sábado, 26 de abril de 2008

Debravo eternamente joven

Alí Víquez, M.L.
Escuela de Filologia, Lingüística y Literatura

De no ser por las aciagas circunstancias conocidas, Jorge Debravo hubiera cumplido setenta años el 31 de enero pasado, una edad en la que –cabe esperar-- estaría aún en plena producción poética. La afirmación no deja de suscitar la extrañeza: un Debravo vivo y maduro resulta inverosímil –creo-- sobre todo entre los escritores y los lectores jóvenes y ya no tan jóvenes de Costa Rica, para quienes él ha sido siempre algo así como el presidente de nuestra Sociedad de los Poetas Muertos. El talento y la fatalidad hicieron de Debravo una figura poco menos que mítica: el joven desbordante de inspiración se detuvo en el tiempo en el imaginario de las generaciones posteriores, que repitieron sus versos con una fascinación que en ocasiones se agotó y dio lugar al escepticismo, pero que en ningún caso –me parece—ha dado paso a la indiferencia.

¿Qué tiene Debravo, qué lo ha hecho ocupar ese sitio? No es mi intención el darle a esta pregunta una respuesta más que puramente personal. De todos modos, no creo que se pueda resolver con objetividad el asunto. El primer gran atractivo de Debravo para mí ha sido siempre su autenticidad, que es una digamos que variable muy incierta en la literatura. ¿Cómo saber cuándo un poeta dice la verdad acerca de lo que siente o lo que piensa, cómo diferenciarlo de ese otro gran impostor lírico que únicamente ha perfeccionado sus malabarismos retóricos para fingirse auténtico? Si Juan Ramón Jiménez, como se cuenta, molía a patadas a los burros y demás seres vivientes, ¿cómo averiguar que la prosa de Platero no es auténtica? No lo sé: de hecho, creo que no hay manera de saberlo. Uno solo decide creer que alguien es sincero porque así lo parece; en esto el riesgo se corre tanto en la literatura como en la vida y en ambos casos lamentarás la equivocación si luego se te comprueba. Pero a mí hasta ahora nadie me la ha comprobado con Debravo, de manera que sigo creyendo. Cada día más, por cierto. Muchas veces lo encontré equivocado, sobre todo cuando insiste en sus posturas maniqueístas (veía el bien y el mal tan claramente diferenciados como en película de John Wayne) o cuando se pone en plan religioso y le habla a Cristo como si evidentemente estuviera ahí una divinidad cuyo amor por la humanidad nunca ha constado en actas, a menos que le demos al sadismo el nombre de amor; pero ni siquiera en estos dos casos he podido dejar de creerle que habla con sinceridad. En mi primera juventud, me molestaban bastante estos desacuerdos; ahora en cierto modo he llegado a acostumbrarme a ellos. Me siento mucho más comprensivo; después de todo, Debravo sigue sin cumplir los treinta y yo ya pasé los cuarenta: me corresponde actuar con madurez al juzgarlo; él seguirá eternamente joven mientras los demás envejecemos.

Es que, además (y esto no es poco), su intenso amor por el hombre lo salva de sus errores. Creía en Cristo no por el motivo que mueve a la mayoría, el temor a la muerte personal, sino por la empatía del poeta hacia el ideario de solidaridad del profeta. Al estilo de Carlos Fuentes, no pensaba que Jesús resucitara a los muertos (es lo que yo interpreto del verso que define el morir como un “entregar la batalla a otras manos”), sino que él resucitaba a los vivos, por demostrar que el ser humano posee un valor sagrado. Sentía la urgencia de combatir los grandes errores históricos de la humanidad, como la guerra, la desigualdad, la injusticia, la repartición obscena de la riqueza. Por eso tendía a esquematizar y, en su afán de denunciar los problemas, veía el mundo social en blanco y negro. Amaba a la mujer con esa primera intensidad que ciega ante la realidad del otro e idealiza; acaso su poesía amatoria es tan hermosa porque nos habla solo de ese momento primigenio del erotismo en que después –más sabios pero más tristes-- anhelamos habernos anclado. Debravo se detuvo frescamente en su ideario de muchacho pero acompañado de su talento de gran poeta, comunicante y novedoso: en esta combinación están cifrados su éxito, su permanencia.

Renglón aparte merece ese talento comunicativo de Jorge Debravo. Neruda (otro gran comunicador, en el mejor sentido de la palabra) dijo que hay poetas a los que solo su amada los entiende, posiblemente porque se toman el trabajo de explicarle sus textos, y esto es muy triste; pero que hay otros a los que hasta los burros les entienden, y esto también es muy triste. Un buen poeta aspiraría según esto a ser un comunicador que no cae en el facilismo, porque no hay nada más sencillo que el lugar común. Metidos en los campos del “todo se entiende”, nos movemos en la mera expresión vulgar. Pero si transitamos en el “nada se entiende”, entonces no habrá quien nos aguante: incluso la amada llegará a padecer el hastío. Debravo se da a entender con un lenguaje que sin recurrir a las trampas de la cripticidad te hace descubrir nuevas maravillas escondidas en las palabras más simples: “el amor bajo el hombre está creciendo”, “tengo piel y esperanza” son solo dos de los ejemplos más conocidos de ese extraordinario talento que convierte en nuevo y bello lo que se halla usado y ya sin gracia en el lenguaje ordinario. Afirmo que este es su gran valor puramente estético, el cual, sumado al anterior valor humano, le da una ventaja ante quienes cojean: ni Juan Ramón Jiménez ni León Felipe. Debravo es sincero y su violín no está roto.

Entiendo que hay una generación, más joven que la mía, que no lo admira demasiado uniformemente. Reitero que aunque algunos no lo toleren, tampoco le son indiferentes; para hablar mal de él lo han tenido que conocer, y la mayoría lo hace. Posiblemente se han distanciado de él por haber sido el favorito de quienes consideran unos viejos. O ven a Debravo como uno de los ídolos recuperados por el sistema. Esto último quizá sea cierto, y aquí es imposible entrar en detalles, pero no habría que perder de vista el hecho de que se trataría de una “recuperación”, es decir, de un proceso de apropiación de lo marginal por parte de las instituciones del poder. Más allá de eso, Debravo es todo lo contrario de un poeta que canta complacientemente para quienes se hallan en la vida y en la sociedad de manera confortable. Por el contrario, solo se lo podría maljuzgar por medio de un cinismo que por desgracia reina en ciertos espacios; allí están sus enemigos. Los que pretenden que todo está mal, y que eso no importa, porque solo importan la propia fatiga en el mundo, la propia decepción y el propio aburrimiento, no pueden sino encontrarse muy a disgusto con Debravo. Porque a este hay que leerlo como dice Todorov que se ha de leer la literatura, como un discurso orientado hacia la moral y hacia la verdad, y tanto peor para quienes se horrorizan ante las grandes palabras. Podemos diferir de Jorge Debravo en cuanto a sus nociones de verdad y de moral, pero creo que no deberíamos pasar por alto su compromiso con una búsqueda que él juzgó, con razón, urgente.


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